Guerrero es uno de los estados más conflictivos y desiguales del país.

Al padecer guerrillas, policías comunitarias, crimen organizado y gobiernos caciquiles abocados tanto a contener las múltiples “ollas de presión” social, como a exprimir al máximo la inmensa riqueza que generan sus centros turísticos, la entidad es un polvorín siempre necesitado de constante contención. Los equilibrios entre la autoridad y las fuerzas vivas guerrerenses son frágiles y, de vez en vez, representan focos de preocupación que inquietan a los tres niveles de gobierno. Hoy, Guerrero vuelve a estar en la mira tras la serie de sucesos desafortunados de las semanas recientes, desde la represión policiaca de normalistas en Iguala y las subsecuentes sospechas de infiltración de la delincuencia en las fuerzas de ese municipio, hasta el asesinato del secretario general del PAN guerrerense, Braulio Zaragoza, ocurrido en pleno Acapulco.

Los últimos eventos han vuelto la mirada hacia el gobernador perredista Ángel Aguirre, quien ha sido cuestionado a lo largo de su gestión por su respuesta a crisis como la originada tras los desastres de las tormentas Ingrid y Manuel en 2013, además de su inacción en el conflicto magisterial de principios de ese año, el cual se caracterizó por el bloqueo de la Autopista del Sol. Por el contrario, el mandatario estatal también ha sido elogiado por haber aplacado por la vía de la negociación la expansión de las policías comunitarias y de restaurar cierto orden en los nodos económicos del estado, sobre todo en el llamado “Triángulo del Sol”.  No obstante, la situación actual ha orillado a Aguirre y a otros actores, en particular al interior del PRD –por ejemplo, el coordinador de sus diputados federales, Silvano Aureoles—, a solicitar ayuda del gobierno federal a fin de aliviar los conflictos. La mala noticia es que el mismo presidente Peña ha urgido a las autoridades locales a asumir sus responsabilidades y poner solución a los problemas de inseguridad. Si bien esta actitud de parte del Ejecutivo federal pudiera sonar contradictoria, en especial a la luz de la estrategia emprendida a principios de 2014 en Michoacán, detrás de ella existe una lógica política.

Cabe recordar que el periodo de Aguirre en Chilpancingo está por llegar a su término tras los comicios de 2015. Llama la atención que, para esas elecciones locales, los posibles perfiles de candidatos de las dos principales fuerzas políticas de la entidad, PRD y PRI, revisten gran interés. Senadores, diputados y hasta secretarias de Estado pudieran encontrarse entre los aspirantes. Indudablemente, los cargos más codiciados son la alcaldía de Acapulco y la gubernatura misma, aunque, dadas las circunstancias, ésta última aparente ser una especie de “rifa del tigre”, tanto por la falta de gobernabilidad, como por la ausencia total de estructuras legales e institucionales.

En lo que respecta al gobierno federal, la situación no es más sencilla y la gravedad del entorno no pasa desaperciba. No en vano el presidente Peña decidió suspender una gira que tenía proyectada para el lunes 27 de septiembre a Ometepec, al suroriente del estado. La presencia del crimen organizado en Guerrero ha sido innegable por mucho tiempo. Y no es sólo por su colindancia con Michoacán y el eventual “efecto cucaracha” derivado de la intervención federal en dicho estado.  Acapulco es punto neurálgico del tráfico de drogas y traza una línea recta al norte hacia el principal consumidor de estupefacientes del país: la Ciudad de México. Aquí son las fuerzas federales las responsables de atender esta problemática y no es posible achacársela al mando único establecido en el estado desde hace meses. Tal vez sea esa la razón por la cual la retórica oficial y mediática evita la mención de la delincuencia organizada.

Lo cierto es que el gobierno federal sí tiene ante sí una disyuntiva. Una opción sería mantener su distancia y propiciar el desgaste del prestigio de las autoridades del estado, pero con el riesgo de que crezca la zona de ingobernabilidad y salga más de control. La otra sería optar por una mayor intervención, aunque probablemente no al grado de la de Michoacán, con el propósito de contener la crisis y, en caso de tener éxito, erigirse como el campeón de la entidad. Acá el peligro estaría en no conseguir el resultado. Con esos escenarios en mente, lo más probable es diseñar un esquema intermedio, es decir, un nuevo acuerdo de coordinación entre las fuerzas federales y las estatales donde se compartan riesgos, costos y responsabilidades. En suma, la crisis está en un punto donde la cautela es clave.