Entre el 10 y el 14 de marzo se lleva a cabo la Semana de la Transparencia en las instalaciones del Senado de la República.
El principal eje bajo el cual se centran las mesas de trabajo es la Alianza para el Parlamento Abierto (APA), una iniciativa internacional encaminada a redefinir la relación entre la sociedad y sus representantes populares de tal forma que la rendición de cuentas construya la necesaria confianza institucional de la vida democrática de las naciones. Sin embargo, al revisar el caso mexicano, la reticencia del órgano legislativo a someterse a los controles de transparencia es un enorme obstáculo.
La reciente reforma al artículo 6 constitucional, donde se especifica la obligación del Congreso a someterse al régimen de acceso a la información, también plantea la inclusión al mismo de partidos políticos y fideicomisos.
Esto parece cerrar la pinza respecto a los posibles vacíos donde los actores involucrados suelen ampararse a fin de eludir sus responsabilidades acerca de dar cuenta del uso de los recursos públicos a su disposición. En los próximos meses, las cámaras legislativas deberán aprobar la Ley General de Transparencia, el marco jurídico que regulará a los órganos federales y locales en la materia. De su contenido dependerá la eficacia de la rendición de cuentas en México.
Si bien el Poder Legislativo ya cuenta con instancias de atención a cuestiones de transparencia –en el caso del Senado, por ejemplo, está constituido el Comité de Garantía de Acceso a la Información (COGATI)—, la opacidad continúa siendo la norma en la mayoría de los asuntos relevantes de dicha institución de gobierno. La principal muestra de ello es el carácter de reservado que tienen las resoluciones de la Comisión de Administración, el cuerpo de gobierno legislativo donde recaen las decisiones acerca de la utilización de los recursos del Congreso, es decir, la asignación del dinero a los grupos parlamentarios, comisiones, viáticos y gastos operativos, entre otros. En los últimos años destaca el caso del fideicomiso a cargo de supervisar las labores de construcción y puesta en marcha de la polémica nueva sede del Senado en Paseo de la Reforma. Como es sabido, la obra fue inaugurada antes de estar concluida –por razones políticas—y adolece de fallas que, en su momento, pudieron haber puesto en riesgo incluso le seguridad de quienes trabajaban en el lugar (espacios imprácticos, movilidad insuficiente, peligros de protección civil, entre otros). Sumado a ello, existe una controversia de conflictos de interés sobre la adquisición de los predios del recinto. El asunto no es menor, ya que costó a los contribuyentes alrededor de 2,600 millones de pesos (casi mil millones de pesos más que lo presupuestado originalmente, según informes de la misma Comisión de Administración senatorial).
Por otra parte, el dinero que pasa de forma discrecional por los partidos políticos para gestiones, o sea, uso clientelar con fines electorales, sigue siendo algo que los involucrados no tienen incentivos para transparentar. Es cierto que en todos los legislativos del mundo hay partidas especiales encaminadas a esos propósitos. No obstante, lo escandaloso no es el hecho, sino los montos y la naturaleza extorsiva que adquieren. El caso de los “moches” develado hace algunas semanas dio cuenta de ello. La impunidad del evento es preocupante, sobre todo porque parece una práctica común. ¿De verdad los legisladores están dispuestos a fortalecer los controles sobre esta clase de conductas? Aunado a la carencia de incentivos, la celeridad y oportunidad de los mecanismos de transparencia y fiscalización disponibles no ayudan a mejorar la situación. La Auditoría Superior de la Federación comunica los resultados del análisis de la cuenta pública con dos años de retraso, lo cual fomenta la evasión de responsabilidades y, en ocasiones, la posibilidad para los legisladores de ampararse en el fuero (por cierto, la acotación del fuero constitucional es una reforma congelada en el Congreso desde hace meses).
En resumen, ¿será el “compromiso” del Congreso con la APA una mera simulación? La sociedad suele pugnar por la reducción del número de asientos legislativos porque considera que los representantes populares son demasiados para el trabajo que terminan desahogando. Lo cierto es que no es tanto un problema de magnitud, sino de eficiencia y de transparencia en la utilización de los recursos de quienes pagamos impuestos. La democracia mexicana no podrá consolidarse si se continúa omitiendo esto.