El pasado 6 de enero, por primera vez desde el inicio de su mandato, el presidente Peña Nieto realizó una visita oficial a Washington, donde se reunió con su homólogo Barack Obama para tratar una agenda multi-temática, abarcando economía, comercio, educación, seguridad, migración, política exterior y la frontera.
A diferencia de la cumbre en Toluca con líderes de América del Norte de febrero de 2014, donde el titular del Ejecutivo mexicano todavía presumía el llamado “Mexican Moment”, la reciente visita a la Casa Blanca se dio en un contexto complicado para ambos mandatarios y con México en un papel mucho más como fuente de problemas que de promesas. En particular, son dos los temas que, explícita o implícitamente, estaban presentes en la Oficina Oval y dificultaron la resonancia de cualquier otro mensaje: la crisis de seguridad y derechos humanos, y el impacto de los escándalos de corrupción.
En primer término, a pesar de que ambos presidentes buscaron poner el acento en temas económicos – Obama incluso señaló que era la principal preocupación de los habitantes de ambos países—, cualquier promesa de avances en ese sentido carga hoy con la sombra de los escándalos de corrupción reportados en medios nacionales y extranjeros. En este sentido, si bien no fue un tema del que se hablara abiertamente, las preocupaciones para el gobierno y los empresarios en Estados Unidos están presentes. Primero, está la incertidumbre que reavivó la controvertida licitación del tren México-Querétaro, puesto que más que la inseguridad, la falta de claridad o garantías es una amenaza grave para la apuesta del gobierno de Peña por la llegada de inversión foránea. Además, también está la preocupación por el involucramiento de empresas de origen chino en proyectos de infraestructura, tanto por sus antecedentes en materia de corrupción, como por representar un claro desplazamiento a empresas estadounidenses.
Por otra parte, en términos de seguridad y derechos humanos, diversos organismos de la sociedad civil, tanto nacionales como extranjeros, exhortaron al presidente Obama a aprovechar esta reunión para exigirle al presidente Peña un mayor compromiso para investigar abusos cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad mexicanas (especialmente en Tlatlaya y Ayotzinapa). También, por cierto, es justo mencionar cómo otros organismos e, incluso, legisladores mexicanos, pidieron a Peña pronunciarse ante Obama por el descarado flujo de armas desde la Unión Americana hacia México. Ahora bien, aunque no hubo referencias explícitas a derechos humanos, y lo mencionado por el mandatario estadounidense sobre seguridad fue en tono positivo y de apoyo, cabe notar algunos aspectos. A diferencia de la intervención de Peña, Obama mencionó el asunto entre los primeros de su mensaje y con una referencia directa a “los estudiantes”. A pesar de no manifestarse con claridad una condena al gobierno mexicano, lo cual era improbable, sí hay una decisión por referirse –con un tono bastante cuidadoso— a un evento que la administración federal en México ha buscado, en sus propias palabras, superar.
Ante la dimensión de estos asuntos incómodos, los aspectos que más buscaron resaltar ambos mandatarios se vieron opacados, a pesar de ser fundamentales en la relación bilateral. Primero, medidas prácticas (aunque menores como para reuniones de este nivel) que anunció el presidente Peña a fin de reforzar las acciones ejecutivas de Obama en el asunto migratorio. En segundo lugar, el papel de México ante la renovada relación entre Estados Unidos y Cuba, la cual Obama definió como relevante para promover “derechos humanos, democracia y libertad política” –un mensaje un tanto contradictorio, dadas la actual crisis mexicana en las materias y su ausencia en la negociación que llevó a dicho histórico anuncio. Finalmente, los equipos de ambos gobiernos buscaron poner el énfasis en la reunión bajo el tema de “prosperidad”, concentrándose en el impulso a aspectos como innovación, empresas y educación. Sin embargo, con pocos resultados significativos, y aún menos en acuerdos nuevos o ideas de alto impacto, el discurso es punto menos que hueco.
Así, tanto los grandes temas a los que se buscó ignorar, como el discurso positivo de la agenda para la relación bilateral, demostraron no sólo el carácter incómodo de esta reunión, sino la condición en la que hoy se encuentra México tras el desinfle del “momento mexicano”: a la defensiva y sin muchas esperanzas de recobrar la credibilidad, con la incertidumbre de cuatro años de gobierno por delante.