Es bien conocida por todos la problemática de las cárceles: las prácticas de corrupción, hacinamiento y violencia que se reproducen en el interior de la mayoría de ellas [1].
Ante las evidencias, resulta imposible negar que los problemas han rebasado al sistema carcelario. Sin embargo, parece que hemos aceptado los costos de la prisión como un mal necesario con el cual algunos desafortunados están obligados a lidiar. El gran dilema es que mientras no exista un replanteamiento serio que evalúe qué es lo que pretendemos con la sanción penal y, en consecuencia, cuáles son los medios idóneos para lograrlo, cualquier manita de gato al sistema penitenciario será insuficiente.
En México se opera bajo la premisa de buscar la reinserción social del sentenciado por medio de la pena. Si ése es el objetivo, resulta grave que no exista aún desde el gobierno una reflexión seria para cuestionar si el uso y abuso de las penas privativas de libertad y de la prisión preventiva sea el medio idóneo para lograrlo. Lo peor es que la reinserción social continúa entendida en función de sus figuras predecesoras (la readaptación y regeneración del individuo), es decir, como un proceso con pretensiones de “transformar” el interior de las personas. Curioso que mientras en el ámbito procesal penal nos encontramos ante un intento de transitar hacia mecanismos de presunción de inocencia cuyo énfasis se coloca en el acto, a contrario sensu, la ejecución de sanciones continúe bajo una perspectiva de autor para la cual lo relevante es la personalidad del individuo. El ingreso y estancia de las personas en prisión se produce bajo una constante evaluación de su personalidad para determinar su “idoneidad” para vivir en sociedad, los tribunales pasan a ser “tribunales de virtudes”.
Si asumimos la reinserción social como el objetivo de las prisiones surge la dificultad de evaluar los resultados, ¿en qué momento el individuo se encuentra reinsertado? ¿Cuándo lo afirma el diagnóstico del psicólogo? ¿Basta con que no vuelva a delinquir o hace falta que consiga un trabajo? ¿Se trata de una situación jurídica o de una cualidad personal? La dificultad para evaluar al sistema parte de la falta de claridad en el concepto de reinserción. Este enigma debe resolverse en la legislación única en materia de ejecución penal, que habrá de expedirse de acuerdo con la reciente reforma constitucional en la materia.
Corregir el rumbo es urgente. Se corre el riesgo de aplicar paliativos o improvisar acciones que –en el mejor de los casos- no generen cambio alguno. La Estrategia Penitenciaria 2008-2012 incluyó una serie de propuestas (homologación de normatividad, mejoras en infraestructura, carrera penitenciaria) en torno al mejoramiento de las condiciones en las cárceles, todas ellas necesarias pero insuficientes ya que no proponen cambios verdaderos en el sistema. En este mismo sentido, se produjo la iniciativa presentada por el PVEM en 2010, por medio de la cual se propuso permitir la inversión particular en el ámbito de la construcción penitenciaria y en la administración general de los centros, incluidos los servicios de alimentos, higiene y salud.
La propuesta del PVEM es claro ejemplo de una medida que puede parecer acertada a primera vista, pero que esconde una serie de aristas que pueden resultar contraproducentes. En su defensa, se afirma que la colaboración de particulares contribuirá a mejorar la calidad de las condiciones carcelarias. Se argumenta que los particulares son más sensibles a sanciones económicas por su mal desempeño, que los funcionarios públicos sujetos a esquemas de rendición de cuentas tradicionales. Este argumento es muy debatible.
Por su parte, los argumentos en contra se elaboran en torno a la idea de que las reglas del mercado no son aplicables para el caso penitenciario. A partir del legítimo interés de los particulares por recuperar con creces su inversión, la función de la cárcel puede distorsionarse de forma irreparable. El dilema es sencillo, el Estado paga por cada interno y así el castigo se puede convertir en un negocio privado: más internos significa más ingresos. Existe el grave riesgo de que se quiera aumentar el número de presos (e ingresos) por medio de la criminalización de nuevas conductas o el endurecimiento de las penas vigentes. Según el tipo de contrato, el gobierno podría quedar obligado a garantizar una tasa de ocupación (en Reino Unido es del 90%). Por si fuera poco, no resulta disparatado pensar que, bajo el interés de incrementar sus ganancias, se reduzcan costos en detrimento de la calidad de los servicios prestados. Al final, el pago por interno es fijo.
Las dudas en torno a este esquema se encuentran justificadas a partir de los sobrados ejemplos en la experiencia internacional. Por ejemplo, en Chile y Reino Unido existen evidencias de que los servicios que ofrecen a los internos se encuentran lejos del estándar esperado. En Estados Unidos se ha documentado la presión por parte de los inversionistas para legislar y criminalizar nuevas conductas. Dadas las implicaciones del tema, quizá sorprenda saber que la propuesta del PVEM fue aprobada y apenas el año pasado el ex presidente Calderón inauguró dos CEFERESOS bajo este esquema y otro más ha comenzado a operar este año. La CNDH recientemente ha evidenciado los problemas del modelo.
Construir más prisiones está lejos de ser la opción adecuada de política pública y, a pesar de ello, es la más común. Esta respuesta fácil evita al gobierno abordar soluciones alternativas, las cuales requieren un debate profundo sobre el delito y sus consecuencias, como la apuesta por una política de derecho penal mínimo que descongestione el sistema y que haga de la cárcel la última opción. Siempre resultará más sencillo construir prisiones que entablar una comunicación entre los poderes para redirigir y homologar el acercamiento del Estado hacia las manifestaciones delictivas, tanto en la prevención y la persecución, como en la impartición de justicia y la ejecución de la pena anticipada de prisión preventiva y de las sanciones penales.
La ausencia de una política criminal que comience por definir para qué y cómo sancionamos, ha ejercido una enorme presión en las cárceles. El Estado tiene pocos incentivos para promover penas no privativas de libertad, a expensas de presentarse como laxo en la persecución de los delitos; tema muy sensible en el contexto de seguridad pública del país. Un primer paso para virar el rumbo consistiría en modificar la idea que se tiene de la persona interna. Dejar de verla como un objeto de tratamiento o corrección, y asumirla como sujeto de derechos y obligaciones cuya reclusión debe producirse bajo un estricto respeto a la dignidad humana, la no discriminación y el principio de debido proceso (Observations by the SPT concerning the Standard Minimum Rules for the Treatment of Prisoners). Quizá si se comienza por garantizar la ejecución penal bajo dichas condiciones se logre un mayor desarrollo en el interno que con aproximaciones terapéuticas tipo “Naranja Mecánica”.
[1] Como muestra basta recordar algunas de las cifras que recientemente presentó México Evalúa: en el país hay una reincidencia de 15.5% y aproximadamente 242 mil 754 personas se encuentran privadas de su libertad, lo que implica 124.3% de sobrepoblación.
Por: Carlos De la Rosa (@delarosacarlos) y Paulina Sánchez (@pausanchez004)
Artículo originalmente publicado en Animal Político