El pasado 1 de mayo se registraron en Jalisco una serie de acontecimientos violentos que probablemente constituyen el peor ataque coordinado por parte de un cártel del narcotráfico en México. Si bien los narcobloqueos no son novedad para la entidad que desde 2012 ha registrado este tipo de ataques por parte del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), la magnitud de la violencia, la falta de respuesta oportuna de las autoridades –tanto federales como estatales—, y los yerros de coordinación de inteligencia, da lugar a preguntarse cuáles son sus implicaciones para la estrategia de combate al crimen organizado del gobierno.

La violencia registrada en Guadalajara demuestra cómo la naturaleza de la guerra contra el narcotráfico ha evolucionado y, en específico, la amenaza de los cárteles no es la misma que hace una década. A lo largo de los últimos años, las distintas organizaciones criminales han incrementado su poder de fuego para ser capaces de enfrentarse tanto a grupos delincuenciales rivales, como a las fuerzas del Estado. En el mismo sentido, el narco pierde cada vez más el pudor de afectar personas que no necesariamente estén vinculadas con el crimen, es decir, las de por sí cuestionables teorías de los “daños colaterales” y de “sólo los malos son asesinados” van cayendo por su propio peso. Tampoco ahora son del todo “casos aislados” los secuestros y homicidios de altos funcionarios y políticos. Por lo pronto, el ejemplo de Jalisco en los meses recientes cuenta un diputado federal, un secretario de Turismo local, y jefes de policía municipales. Por último, la rapidez de reorganización de las estructuras del tráfico de drogas ha ido en aumento, lo cual implica que la erradicación o debilitamiento de un grupo determinado acabe generando un heredero de sus rutas, contactos y hasta arsenales en un muy corto plazo. En resumen, la habilidad de adaptación de la delincuencia organizada asemeja al de una bacteria que resiste a cada antibiótico que mandan a exterminarla.

Dicho esto, hay innumerables vacíos en la información disponible sobre lo que realmente ocurrió en Jalisco la semana pasada, circunstancia que inevitablemente genera un enorme incentivo a la especulación y la conspiracionitis. Lo que es claro es que los sucesos en Jalisco distraen la atención sobre otros asuntos trascendentes en el país, pero no sobre uno en el que el gobierno ha sido particularmente insistente: la necesidad de poner el asunto de seguridad en una perspectiva distinta, es decir, en un perfil radicalmente diferente al que le dio la administración anterior.

De esta manera, el fracaso de la “Operación Jalisco” y la respuesta de las autoridades a los ataques del CJNG, evidenció cómo la distribución de responsabilidades en la política de seguridad aún no queda clara. Esto reabre el tema de la pertinencia o no de legislar sobre un mando único policial, en particular si se recuerda que, en la propuesta presidencial congelada en el Congreso, Jalisco sería uno de los primeros estados en implementar el nuevo modelo. Mientras más intervención federal ha habido, más indolencia han propiciado entre los gobernadores respecto a una de sus obligaciones básicas como titulares de los Ejecutivos estatales: la seguridad pública, lo que sugiere que la idea del mando único no es particularmente acertada. Ahora bien, esto hay que visualizarlo como el producto de un círculo perverso donde las fuerzas federales debieron actuar para atender, no nada más las carencias estructurales de entidades y municipios, sino la corrupción fuera de control, avivada por una mayor competencia por los jugosos mercados de distribución, venta y trasiego de droga.

Lo verdaderamente preocupante es que el gobierno federal sigue empeñado en continuar con la misma estrategia de seguridad enfocada únicamente en la captura de capos, el reclutamiento de una fuerza policiaca tan grande como ineficiente, y la continuación de una especie de carrera armamentista donde va creciendo el atractivo de la delincuencia mexicana para los mercados internacionales de contrabando de arsenales –cuya operación es posible dada la porosidad de las fronteras del país. Si en verdad se pretende resolver el problema de la inseguridad es importante considerar dos puntos clave del fenómeno. El primero, cuestión de voluntad e inteligencia en la administración de los recursos, es fortalecer las capacidades institucionales en todos los niveles de gobierno y no deslindar de sus responsabilidades a las autoridades de proximidad. Es materialmente imposible y absurdo pensar en que las fuerzas federales lo van a resolver todo. El segundo, no tan en las manos de México, está vinculado con la demanda mundial de drogas, así como los patrones de consumo y distribución. Este punto en efecto es una hidra de múltiples cabezas cuya derrota no depende de decapitar cárteles, sino de construir condiciones para que las causas primordiales del crimen se diluyan o haya mayores disuasivos en su contra. Es muy probable que el monstruo exista todavía por varios años o décadas, la cuestión es debilitar aquellos factores económicos y sociales que le dan fuerza.