El pasado 4 de diciembre – en su primera gira de trabajo en el estado de Guerrero tras 69 días de las desapariciones de los 43 normalistas de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” –, el presidente Peña Nieto pidió a los mexicanos superar la tragedia del caso Ayotzinapa y dar “un paso hacia adelante” a favor del desarrollo de la entidad.
Por supuesto que la polémica no se hizo esperar y las críticas fueron implacables con el gobierno federal. Sin embargo, dichas declaraciones no son sino el reflejo de la incomprensión de la realidad por parte de las autoridades. Esto ha generado una especie de efecto multiplicador de cada desliz cometido por algún funcionario público o persona cercana a los círculos de poder, desde el “ya me cansé” del procurador general, hasta el reciente “sangre y espectáculo” del jefe de la Oficina de la Presidencia. El tacto y la cautela política que se supone presumían los priistas respecto a la torpeza que mostraban los panistas durante su estancia en Los Pinos, ha dejado mucho que desear. Peor aún, el gobierno pretende que, únicamente con cerrar los ojos y dejárselo todo al tiempo, la situación mejorará. Esto no es sino una señal del preocupante pasmo que experimenta la actual administración, la cual quedó satisfecha con la aprobación legislativa de sus reformas, pero ha olvidado por completo que el paso más importante está todavía en proceso: construir un entorno favorable para su implementación.
El caso Ayotzinapa es el ejemplo más visible de una corrosión terrorífica de las instituciones y de la estructura del Estado mismo, dada la corrupción rampante que impera a todos los niveles. El gobierno no ha logrado entender que Iguala es el catalizador de críticas ciudadanas unificadas contra una omisión gubernamental, de ésta y administraciones anteriores, ante el fundamento más básico del Estado: garantizar la seguridad de las personas, los derechos de propiedad, las libertades individuales, y la igualdad ante la ley. Las omisiones de la autoridad, su lentitud en la procuración de justicia, los abusos de los cuerpos del orden, la infiltración delincuencial de las instituciones, y hasta la indolencia de ciertos funcionarios públicos, son apenas algunos de los vicios que delinea el caso Ayotzinapa. En este sentido, parece insuficiente el decálogo de propuestas que anunció el presidente de la República el 27 de noviembre en Palacio Nacional, sobre todo por la poca imaginación y la reiteración de iniciativas cuestionadas y cuestionables.
Para poder superar el tema de Ayotzinapa es necesario que la ciudadanía perciba que se toman medidas adecuadas con miras a efectivamente restablecer – sino es que crear – el inexistente estado de derecho. ¿Cómo se puede superar el caso si éste ni siquiera está cerrado? Cuando aún no se sabe con certeza si los desaparecidos son los cuerpos calcinados que fueron enviados a Austria para su identificación, o no se ha concluido el proceso jurídico de todos los indiciados, ni se sabe si estos procesos están apegados al debido proceso, es complicado pedirle a los mexicanos que ya dejen el tema por la paz. Tampoco es cuestión de “pedir disculpas” a la ciudadanía por el manejo inadecuado de una coyuntura. El problema es seguir sin reconocer que las causas de la actual crisis tienen orígenes estructurales, por lo cual no serán superadas si no de abandona la política de quererlo solucionar todo con decálogos reactivos.
Una democracia estable requiere que las autoridades sustenten su fortaleza en la legitimidad ciudadana. Si ésta es débil o, simplemente, no existe, el Ejecutivo y el Legislativo podrán atiborrar al país de reformas y leyes, pero su efecto no trascendería la letra impresa. Legislar no tiene sentido si no se está dispuesto a cumplir y hacer cumplir la ley. Por si fuera poco, el complicado entorno en materia de desempeño económico, hace urgente e imperativo que el gobierno transite de la promesa a la acción. De no resolver este galimatías, la administración Peña será incapaz de superar Ayotzinapa y terminará incorporando esta coyuntura al catálogo de elementos que abonan a los problemas estructurales de México. Quizá no menos grave es la conjunción de fuerzas y grupos tanto políticos como criminales que, cada uno por sus propias razones, pretende convertir a Iguala en un punto de quiebre en la historia del país.