A un año de que concluya el plazo constitucional para transformar el sistema de justicia penal, existen serias dudas respecto a la viabilidad del proyecto. La reforma penal de 2008 es la epítome de la política pública en el país: una ambiciosa transformación institucional cuya atropellada implementación deriva en un escenario poco alentador. El aumento significativo de recursos (Ver Tabla III) y el mantra de la voluntad política parecen respaldar la intención del gobierno para alcanzar la meta. Sin embargo, con el tiempo encima, las buenas prácticas son escasas y los riesgos de una implementación deficiente son mayúsculos. Lo que es definitivo, a estas alturas del proceso, es que ni siquiera el aumento considerable de inversión logrará que la reforma esté concluida –en sus términos iniciales– el 18 de junio de 2016. El mismo gobierno federal parece ya haber aceptado lo anterior, lo cual se evidencia por un mayor énfasis en un discurso de mejora continua y la decisión de prolongar la vigencia de la Secretaría Técnica –el órgano encargado de coordinar la implementación de la reforma a nivel nacional. Dejar de ver junio de 2016 como el final del trayecto y mirarlo como el punto de partida para la consolidación del cambio puede resultar positivo sólo si se corrigen las deficiencias de los últimos siete años y se comienza un proceso serio de mejora continua. En este momento el riesgo es tirar por la borda un modelo con características positivas únicamente por la incapacidad de ponerlo en marcha de forma adecuada.

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Fuente: Reporte de Hallazgos 2014 sobre el proceso de implementación y operación de la reforma penal, CIDAC.